(52) ATESORAR SU PALABRA

14 de diciembre de 2013

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      Cualquiera que pretenda construir una casa debe comenzar por sus cimientos; es decir, por aquella parte de la edificación que quedará bajo tierra y sostendrá toda la estructura.

      La palabra cimiento proviene del latín “cæmentum” que refería a la piedra de construcción o los pedazos de mármol cortado empleados por los albañiles con el fin de proveer la base sobre la que se asentaba su obra. Al momento de proyectar, los constructores deben tener muy en cuenta las condiciones del terreno, tomando las precauciones necesarias para que los cimientos de su obra sean capaces de soportar el peso de ella y los embates a los que la naturaleza u otros agentes la sometan.

      Jesucristo tuvo todo esto en mente cuando, a través de Sus enseñanzas, mostró a Sus discípulos la manera sensata de edificar una vida. A quienes le seguían dijo:

“Todo aquel que viene a mí y oye mis palabras y las hace, os enseñaré a quién es semejante:

“Semejante es al hombre que, al edificar una casa, cavó y ahondó y puso el fundamento sobre la roca; y cuando vino una inundación, el río dio con ímpetu contra aquella casa, pero no la pudo mover, porque estaba fundada sobre la roca.

“Pero el que las oyó y no las obedeció es semejante al hombre que edificó su casa sobre tierra, sin fundamento; contra ella el río dio con ímpetu, y luego cayó, y fue grande la ruina de aquella casa.”1

Es interesante notar que al referirse al hombre que fundó apropiadamente su casa, Jesús resaltó que aquél tuviera que cavar hasta encontrar la roca sobre la cual fundarla. Colocar los cimientos en la arena no garantiza la seguridad de las vivienda frente a las inclemencias naturales.

      Las implicancias de las palabras de Jesús resultan evidentes. El Evangelio es la roca sobre la cual se cimienta una vida segura. Las palabras de la fuente de aguas vivas2 proveen de la sabiduría, el consejo y la seguridad necesarias para enfrentar las pruebas y desafíos que todo discípulo de Cristo debe afrontar si anhela verdaderamente alcanzar la comunión con Dios y la vida eterna en el mundo venidero.

      Indudablemente que quien haya abrazado el Evangelio y esté esforzándose por vivirlo querrá “hacer” las palabras de Jesús y, sabiendo de la infinita recompensa de su cumplimiento, pondrá empeño en obedecer Sus mandatos. El apóstol Santiago nos previno de la necesidad de ser “hacedores de la palabra, y no tan solamente oidores, engañándo(n)os a (n)osotros mismos”3.

      Cuando Jesús solicitó a Sus discípulos que velaran con Él en tanto oraba al Padre en el Jardín de Getsemaní, el sueño terminó por vencer a los Apóstoles. Cuando Jesús volvió a ellos, les preguntó: "¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación "4.

      Los apóstoles le contestaron y dijeron: "El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil"5. En ocasiones suele acontecer que nuestra frágil naturaleza humana nos impide alcanzar nuestra meta de “hacer la palabra” en toda su extensión, así como aconteció con Pedro y sus compañeros, de quienes no podemos dudar en cuanto a su amor y devoción hacia el Maestro.

      Si hemos de seguir la admonición del Salvador, que en su Sermón del Monte nos instó a “ser perfectos”6, la perspectiva de tener que lidiar con nuestras debilidades sin duda ha de anteponernos ante un gran desafío: cómo cimentar nuestra vida plenamente en las enseñanzas de Jesucristo a pesar de nuestra condición humana.

      Una vez más el magistral Sermón del Monte viene en nuestro auxilio y nos permite vislumbrar una respuesta a esta interrogante.

“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan;

“sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan.

“Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.”7

      Se ha dicho que así como la mente es capaz de dirigir nuestros actos, nuestro corazón tiene la habilidad de dirigir nuestra voluntad. Nuestros afectos, sean puros y nobles —o todo lo contrario— impulsan nuestra voluntad hacia el objeto de nuestros anhelos, aún cuando en algunos casos, la fría realidad nos imponga la imposibilidad de concretarlos.

      Es así que “de la abundancia del corazón habla la boca (del hombre)”8, puesto que “cual es su pensamiento en su corazón, tal es él”9. Por esta razón el Señor nos ha amonestado:

“Escuchad estas palabras. He aquí, soy Jesucristo, el Salvador del mundo. Atesorad estas cosas en vuestro corazón, y reposen en vuestra mente las solemnidades de la eternidad.”10

      ¿Cuáles son nuestros tesoros? ¿Dónde están? ¿Qué cosas apreciamos más en la vida? ¿Qué cosas nos mueven a actuar? ¿En qué invertimos nuestras energías y tiempo? Seguramente nos sentiremos inclinados a responder de acuerdo al grado de nuestra conversión. Nuestras respuestas apuntarán a enaltecer la voluntad del Señor priorizando “busca(r) primeramente el reino de Dios y su justicia”11. ¡Eso es excelente!

      Sin embargo, en el día a día, en las pequeñas cosas de la cotidianidad: ¿condicen nuestros actos con la voluntad del Maestro? ¿“Hacemos” todo lo posible de acuerdo a nuestro potencial? Al final de cuentas debemos ser detallistas en la obediencia a los mandamientos. Debemos escapar de todo atisbo de tibieza. Una de las amonestaciones más severas del Señor le fue dada en la antigüedad a la iglesia de Laodicea, precisamente por su tibieza:

“Yo conozco tus obras, que no eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueses frío o caliente!

“Pero porque eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca.”12

A juzgar por las enseñanzas de las Escrituras, lo que volquemos en el tesoro de nuestro corazón determinará en gran medida nuestro éxito y nuestra felicidad.

      Existe otra poderosa razón para atesorar las palabras de vida en nuestro corazón. El tesoro de nuestro corazón es como la bóveda de un banco, donde a medida que crecen los depósitos se fortalece la institución y se vuelve más segura frente a las crisis financieras. Cuando acumulamos espiritualidad en nuestro corazón podemos disponer de un saldo generoso para enfrentar las pruebas y tentaciones que se nos presentan. Al leer diariamente las Escrituras, al establecer una sólida comunicación con nuestro Padre Celestial mediante la oración, al servir al necesitado y testificar del Evangelio Restaurado, al preocuparnos por aplicar los principios y ordenanzas al más mínimo detalle, nos acercamos más a la fuente de poder divino, aumentando nuestra inmunidad espiritual y convirtiéndonos en mejores hacedores de la palabra más bien que tan sólo tibios hacedores3.

      Atesoremos Sus palabras. Atesoremos el ejemplo de Sus siervos escogidos. Atesoremos la porción de Su Espíritu que ha convenido en otorgarnos si cumplimos nuestra parte. El convertir Sus palabras en nuestro tesoro nos traerá la paz y estaremos bajo Su protección.

 


 

1) Lucas 6:47-49
2) Juan 4:10-14
3) Santiago 1:22
4) Mateo 26:40, 41
5) Marcos 14:43, Versión Inspirada, traducción no oficial. Citado en La Vida y Enseñanzas de Cristo y Sus Apóstoles, pág. 181
6) Acerca del concepto de perfección véase SudMensaje 37: ¿Qué más me falta?
7) Mateo 6:19-21
8) Lucas 6:45
9) Proverbios 23:7
10) Doctrina y Convenios 43:34 (cursiva agregada)
11) Mateo 6:33
12) Apocalipsis 3:15-16

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